De blanco impoluto y galones al hombro, metro ochenta de elegancia por dentro tanto como por fuera, sin embargo ni pestañeó cuando la dejó en el puerto. Sola. Partiendo hacia días de soledad y paz que siempre ansiaba. Nuevamente se aventuraba en el mar por nueve meses. O tal vez más, todo dependía de sus ganas de volver a la civilización, al lugar donde, a diario, se enfrentaba a sus miedos y sombras. No siempre quería hacerlo, sin embargo la vida lo ponía a prueba y el universo le brindaba emociones, vivencias y experiencias que él dejaba pasar por temor a sufrir. Por temor a sus miedos. Esos que le impedían compartir con personas susceptibles de llegar a intimar o querer. Esos que le hacían embarcar cada vez con más frecuencia hacia aguas que controlaba tan bien que era muy difícil sufrir. Esos que hacían que fuera una minúscula partícula en un inmenso océano azul. Sólo entonces, cuando llegaba a ese punto de insignificancia de su ser, sintiéndose una nimiedad entre tanta bruma, era cuando realmente se sentía feliz contemplando un simple y bello atardecer a través del ventanuco de su camarote. No podía dejar de mirar ese sol, redondo y perfecto que se escondía lenta y pausadamente. Dándole tiempo a comprender que la felicidad se lleva a cuestas, y se va nutriendo de momentos como el que estaba sintiendo en su propia piel, en su propia cara dorada por el reflejo. Aceptando que esa felicidad se puede llevar en la misma maleta que los miedos y que cualquiera de ellos podría dejar en el siguiente puerto. O simplemente tirar por la borda lo que más le pesase para así hacer hueco para todo aquello que le depararía el destino con tan sólo desearlo.
Fotografía: @alejandro_sanabr