MÁS SOBRE ANDREA BERTOLINO

A los diez años, sin apenas consciencia, me metieron en un avión con la promesa de unas vacaciones en Europa como regalo de reyes y cuando me di cuenta, más o menos al mes y medio, ya estaba en el colegio y me habían separado de mi familia, amigos, compañeros de clase y demás seres queridos. De repente “vivía” a 14.000 kilómetros de mi casa y sin más familia o conocidos que mis padres y mi hermano. Y la vida siguió así, solitaria, aislada y despegada de casi toda clase de amor o cariño.

Con esa edad mi vida en Argentina era una maravilla, tenía casi todo lo que podía soñar o pedir. Éramos una familia común de clase media-alta que no podía quejarse prácticamente por nada y con un apoyo familiar y emocional bastante importante. Mis padres tenían muchos hermanos y estos muchos hijos, con lo que crecí rodeada de primos, tíos y abuelos por ambas partes. La verdad es que era divertido y rodeada de tanta gente los domingos, cumples o Navidades eran emocionantes.

Pero…

Siempre hay un pero, mis padres decidieron venir a España, y todos aquellos domingos y festivos pasaron a mejor vida. Cierto es que la despedida que nos hicieron en mi ciudad no despertó en mí ninguna sospecha de que aquello era para toda la vida, cosa que pienso ahora, con un bagaje de crecimiento personal a mis espaldas, pero hace 31 años quién iba a decir que tardaría 10 años en volver a ver a mis familiares.

Mi vida en España era la normal para una niña: colegio, actividades extraescolares y playa en verano. Mi hermano y yo fuimos los primeros niños extranjeros del cole, y encima los primeros, en no sé cuántos años, que no daban religión. Había dos raritos con una madre que se oponía a que sus hijos asistieran a una clase de religión dónde sólo se estudiaba la católica. Ella siempre dijo que sí no aprendíamos todas las religiones no podríamos decidir a cual pertenecer cuando fuéramos mayores, y eso nos marcó hasta muchos años después. Sin embargo, cuando eres pequeño la capacidad de adaptación es infinita y la mía no iba a ser menos. Hasta la Universidad seguí siendo la rarita del pueblo y sintiéndome que no encajaba en ningún lado.

Por suerte la ciudad es de mente más abierta y descubrí un mundo lleno de posibilidades y de personas abiertas de mente que me hacían sentir como en casa. La carrera de enfermera la saqué en tres años y con 20 recién cumplidos ya estaba en el mundo laboral luchando por un sueldo más digno que el de camarera o canguro. En mis años de carrera me mantuve con mis múltiples trabajos de camarera, pizzera y babysitter. Esto me pagaba la carrera, las salidas, ropa, comida y demás gastos que ocasiona la vida, luz, agua, alquiler… por suerte en aquella época no teníamos móviles ni Internet,  lo que suponía un ahorro importante.

 

La enfermería me aportó mucho durante años. Siempre tuve la sensación de querer ayudar a los demás y nunca sabía muy bien en qué. Sólo quería ayudar, me daba igual cómo y a quién. Esto y mi alma aventurera hicieron que me decantara por las emergencias y comencé a trabajar en una ambulancia a las 21 añitos. Confieso que con un poco de miedo, sin embargo era tan feliz en ella que cuando me quise dar cuenta era la reina del mambo y habían pasado unos cuantos años.

Los años se sucedieron y como soy muy cabezota quería un puesto fijo en mi querida ambulancia, con lo que me saqué una no, tres plazas de estatutaria fija y ahí mi vida comenzó de nuevo. Una parcela la tenía cubierta y pasase lo que pasase yo tendría curro para el resto de mi vida. Con lo que me dediqué a mis hobbies y tras el fallecimiento de mi madre, a la cual a día de hoy le sigo hablando para contarle mis logros, me saqué el título de grado superior en Joyería Artística. ¡¡¡Y me hice joyera!!!

Siempre se me dio bien las tareas que implicaban la creatividad, la paciencia y el hecho de usar las manos. Así que me vi con treinta y pico estudiando de nuevo. ¡Y qué bien me lo pasé! Fueron dos años y medio de aprendizaje, retos y cambios de guardias, con lo que no había tiempo para el aburrimiento. Salí de ahí con una amiga y socia con la que monté mi otra gran pasión que se llama “Ábreme Despacio”. Una mini empresa de joyería creativa que me da más de una alegría y algún que otro disgusto cuando no me sale el diseño de la pieza como yo lo quiero.

Y no contenta con todo esto, hace un año emprendí una nueva profesión. Coach. Siempre he sido buena en la escucha activa, siendo asertiva, empática, mirando las cosas desde otro punto de vista, sin juicios ni intolerancias y comprendí que era otra forma de ayudar a quién más lo necesita. Porque a veces basta con escuchar, pero escuchar desde el corazón para que alguien se encuentre mejor. Y eso hago. He encontrado mi propósito en la vida, me ha llevado tiempo, largas meditaciones, muchas horas de escuchar a mi interior, dejando que mi alma hable para decirme qué hacer. He realizado numerosos viajes a países buscando algo, que en su momento no sabía muy bien qué era, hasta que comprendí que todo está en mi interior y le di rienda suelta, para que fuera libre y saliera al mundo a hacer el propósito que me ha traído hasta aquí.  Y aquí estoy abriéndome y contando mi vida a grandes rasgos para que veas que yo también soy común. Que soy de carne y hueso y que me limito a ser yo misma. Auténtica y única. Sin mirar ni compararme con nadie ni nada, lo que me hace ser especial e inimitable. Igual que tú, ¿no?