Sentado sólo y de frente a la puerta, con su portatil tamaño diminuto, no dejaba de teclear mientras la miraba de reojo. Siempre se sentaba en esa mesa porque así podía mirarla todo lo que quisiera sin que ella se percatase. Le encantaba esa media hora de almuerzo donde podía disfrutar observando sus labios rozar la taza, sus ojos azules escondidos al entrar tras una gafas de sol tan oscuras como su propio pasado. Le hipnotizaba con su andar esbelto y elegante, con sus tacones de aguja y se imaginaba una y otra vez que ella caminaba hacia él para decirle algo, para un simple hola. Siempre vestía elegante y él procuraba estar a la altura por si alguna bendita vez ella se dignaba a mirarlo. Se perfumaba y se arreglaba día tras día esperando ese saludo que, bajo su prisma, nunca llegaría.

Sin embargo, lo que él no sabía es que ella hacia lo propio con su lugar en el bar. Le gustaba sentir que la miraba y repasaba con ojos de deseo cada vez que ella se pedía un café, cada almuerzo que coincidían. Estaba intrigada por lo que escribía en su ordenador, por lo que pensaba, daba la sensación que ese cerebro no paraba de trabajar ni un minuto. Imaginaba que sus dedos algún día dejarían de tocar el teclado para acariciarla a ella, notar el tacto de su piel, intacto desde hacía años. Lo ansiaba tanto, que había cambiado de lugar de trabajo pero seguía almorzando en ese bar, pero él jamás le hablaba. Quizá algún día él le dirigiría un simple hola al entrar…